martes, 8 de diciembre de 2009

Mi único pecado. (un cuento interesante)


Mi único pecado
Por Andrés Neuman
No se ha dicho todo sobre la sexualidad de las monjas. Ni que hablar de la sexualidad de una ex monja como la protagonista de este cuento. Una historia que inspirará a las almas piadosas. Cuando conocí a Juana, aunque ya no era sor, me volví loco. O no. Me explico mal: se volvía loca ella, y por lo tanto yo.


Sor Juana abandonó el convento cuando tenía treinta y nueve años. La noche en que la conocí, ella me dijo que todo había sido culpa de la menopausia. ¿Qué dices?, objeté yo, pedante, ¡la menopausia empieza a los cincuenta! Juana se me quedó mirando como esos curas que están a punto de castigarte y deciden absolverte. Se me quedó mirando con una sonrisa helada, invitadora, con esos ojos negros como sus dos pezones, y contestó tranquilamente: ¡Tú qué vas a saber de la menopausia de las monjas! Quince minutos después, Juana pagó las copas. Veintidós minutos después, milagro, encontramos un taxi libre en la Gran Vía. Cuarenta y tres minutos más tarde, ella daba alaridos encima de mí, inmovilizándome las muñecas.


Acostarme con Juana, y no me entiendan mal, fue como recuperar la fe. Gracias a ella encontré la luz, la senda, el gozo divino, más o menos por las mismas razones por las que ella los extravió para siempre. Sospecho que me explico mal. Es lógico: hablar de Juana me trastorna la lengua. Lo que intento decir es que Juana, siempre según su relato, perdió la virginidad con un fraile gordito una semana antes de colgar los hábitos. Para ser precisos, digamos que perdió la virginidad con seis o siete frailes, no todos ellos gorditos, a los treinta y nueve años de edad. Fue, en sus propias palabras, probar apenas uno y ya quererlos todos. Todos. Todos. Todos. Huelga decir que la repetición no es mía, sino de Juana. Así lo contaba ella, con los ojos entrecerrados y las piernas bien abiertas, después de cada orgasmo. Esta imagen me recuerda de inmediato el sexo de Juana: angosto, acogedor, velludo. Procuraré no desviarme demasiado.


En cuanto Juana comprendió que nunca más sería digna a los ojos del Señor, cosa que comprendió rápido, se dejó crecer el cabello, se buscó un trabajo de ayudante en una veterinaria y dedicó todo su tiempo libre (todo, todo, todo) a fornicar con hombres de cualquier aspecto, raza y condición. El único requisito, según contaba Juana, era que no se enamorasen de ella. Y que se lo prometieran desde el primer día. Yo ya he estado casada, les decía (nos decía), con el más grande Él de todo el universo. Viví comprometida con mi Señor desde los dieciocho hasta los treinta y nueve. Y como es imposible aspirar a entregas más altas, yo ahora quiero sexo, sexo, sexo. Aunque sé que por eso me voy a condenar.


Cualquiera que no se haya acostado con Juana, y reconozcamos que esa posibilidad empieza a ser remota en Madrid y alrededores, podría reírse de esa frase suya: sé que por eso me voy a condenar. Y creería quizá que se trataba de una excusa pía, por no decir barata. De un subterfugio para redimir su comportamiento pecaminoso. Pero bastaba una sola noche con ella, por no decir un breve coito, apenas un amago de penetración, para comprender hasta qué punto la afirmación de Juana era severa y transparente.


La vida sexual de Juana era mucho más que eso. Que vida, me refiero. Y de no haber sido tan arrasadora y entusiasta, estaría tentado de decir que se trataba justo de lo contrario: de una muerte sexual. Con sus correspondientes, y absolutamente inevitables, resurrecciones carnales. Puedo imaginar, casi puedo oler los equívocos que esta declaración despertará en las mentes más perversas. Éxtasis espasmódicos. Succiones misteriosas. Burdas acrobacias. Inverosímiles duraciones. Por Dios, por Dios, por Dios. Nada más lejos: lo de Juana era distinto. Más llano. Sin técnicas orientales. Sin posturas incómodas.


Lo de Juana era algo que nuestra civilización casi ha perdido: pura lascivia. Con sus tentaciones irrefrenables, sus remordimientos sinceros y sus reincidencias fatales. Lo increíble era que estos ciclos que a la gente vulgar pueden llevarle días, meses, años, Juana los resumía vertiginosamente en unos minutos: los mismos que durase el sexo. Intentado una aproximación científica, digamos que las mujeres normales experimentan las fases de excitación, meseta, orgasmo y resolución. Juana en cambio padecía rubor, enajenación, arrepentimiento y recaída. Sin parar. Con la naturalidad de una tormenta de verano.


Desde la primera noche que pasé con Juana en su casa, rebotando en el sofá de la salita de estar, asistí boquiabierto a la liturgia que se repetiría siempre. Ella me desnudaba con brutalidad, me mordía con ansia, me rechazaba brevemente, se arrancaba las bragas y me atraía dentro de ella. Entonces daba comienzo la parte más asombrosa, la que terminaba de capturar mis sentidos y que, de alguna forma, terminó por condenarme: Juana hablaba. Hablaba, aullaba, rezaba, suplicaba, lloraba, reía, cantaba, daba gracias. Para hacerla ingresar en aquel trance no hacían falta hazañas físicas. Sólo había que dejarse llevar. Aceptarla. La recompensa era, sin excepción, apabullante. Entre los cientos de obscenidades bíblicas que Juana profería durante el acto, a mí me fascinaban sobre todo las más simples: «me fuerzas a pecar, maldito»; «por tu cuerpo ya no tengo perdón»; «me llevas al infierno». Algún escéptico podrá objetar que eran meras exclamaciones de doctrina. Pero a mí, siendo honesto, esas cosas me conquistaban. Soy un hombre corriente. No suelo despertar grandes pasiones. Y nunca jamás, entiéndanme, había llevado a nadie hasta el infierno.


Mi tragedia era esta: ¿cómo fornicar después de Juana? ¿Valía la pena salir de las voluptuosas llamas del averno para reposar en las mediocres blanduras de un colchón cualquiera? Con Juana cada embate era un acontecimiento. Un placer deplorable. Un acto de maldad trascendente. Con las demás mujeres, en cambio, el sexo sólo era sexo. Mecánica anatómica, deseo satisfecho.


Desde que conocí a Juana todas mis amantes ocasionales, y muy especialmente las progresistas, me parecían tibias, previsibles, de una normalidad desesperante. Lo que hacíamos juntos no era terrible, ni atroz, ni imperdonable. Ninguno de los dos perdía sus principios al hacer lo que hacíamos. Con el tiempo fui pasando de la apatía a la fobia, y llegué a detestar los gestos vacíos que intercambiaba con mis amantes. Las pequeñas contracciones. Los grititos moderados. Los tímidos gemidos. Ya no podía estar con nadie que no fuese Juana. Sin ella, el sexo carecía de promesas.


La última noche que vi a Juana, iba vestida como de costumbre: falda ancha y zapatos viejos. Sin maquillar. Un poco despeinada. Y con la carne erizada, temblorosa, como en espera de un terremoto. Cuando ella se arrancó las bragas y contemplé de nuevo su sexo oscuro, no pude evitar besarla y susurrarle al oído: Estoy enamorado. Juana cerró las piernas de inmediato, se ovilló en el sofá, elevó el mentón y dijo: Entonces vete. Lo dijo tan seria que ni siquiera tuve ánimos para insistir. Además, era yo quien había incumplido su promesa. Me vestí avergonzado.
Mientras cruzaba la salita, oí que Juana me chistaba. Me volví hacia ella con la esperanza de que hubiera cambiado de opinión. La vi acercarse desnuda. Caminaba rápido. Se notaba que tenía los pies fríos. Me miró fijo a los ojos con una mezcla de rencor y compasión. No se puede ir al infierno por amor, me dijo. Después se apagó la luz.


Todavía hoy, cada vez que pienso en Juana, se me doblan las rodillas y se me seca la boca. Mi vida, por supuesto, siguió adelante. No me va mal. He vuelto a acostarme con otras mujeres. Yo no me enamoro, ellas no enloquecen. Nos vemos de vez en cuando. Fingimos encontrarnos para cenar. Bromeamos con cortesía. Nos aburrimos gratamente.


A veces me miro al espejo, acerco la boca a la boca y me pregunto qué ha sido de mis infiernos. La respuesta es sencilla: nada. Nunca he tenido un infierno propio, como Juana. Mi único pecado fue perderla.

Un poema extraordinario

(La donna e movile)


En las palabras que silban,
las que dejan tus labios (renuentes a abandonarlos),
(parecen barriletes atados a sus dientes)
flamean, se agitan
como sin querer irse,
a dos aguas vibrando en el aliento,
en las palabras que silban,
hasta que caen a mis pies
hasta que se hace un silencio en cuyos bordes escondes la mirada
en las palabras que silban…
el viento. (Memoria de los días y las noches).

Junto a las palabras que han caído a mi pies
derramas
unas lágrimas para mejor verme.
Bebes un trago.
Humedades de la piel encendida.

Lo que queda por decir es cuerpo puro. Presagio de ausencia.
Eternidad de lo frágil.

¿Despliego los secretos?
¿Retiro las hojas en blanco, los lápices y jazmines?
¿Las fotos del tiempo ido?
¿Le aderezo ajo a la palta trozada?
¿Recreo los sabores cotidianos: las galletitas con queso, el jamón crudo,
las naranjas con cebolla?

¿Las mujeres temerosas no saben mentir?
¿Las osadas no miran atrás?
(Que suene una csarda en fuga)
Yo me inclino mansamente
ante las evidencias.
Los hombres suelen llorar “na más” por si mismos.
(Que Chavela Vargas ría, tenue, al fondo)
Lo púdico suele ser más erótico que lo desnudo.
Pero un desnudo entre escaleras es tan excitante como las solventes caricias de una mujer
libre que se arrodilla ante si misma o que te toma del cabello
y sitúa a tu lengua en el exacto lugar en el que escuchando “I don't wanna talk about it..” de
Rod Stewart se concede el placer de gemir mientras le tiemblan las rodillas con las cuales te contiene, te mandata, te explica a su manera que aquí no manda nadie carajo… Como la miel
que deja rastros.
Como los libros que dejan huellas. A nadie pertenece el dulce y el abrigo. El temblor y el miedo.

Me inclino ante ti y en ti ante todas
ante las frágiles,
y las oscuras.
Me inclino.

Y ante las temerosas y las osadas.
Ante las púdicas y las explícitas.
Ante las silenciosas y las conversadoras.
Ante las delgadas y las corpulentas.
Me rindo ante el misterio de esa música
(una mujer buscando)
que protege hasta cuando desafina.

A una mujer buscando le concedo la libertad de irse o quedarse.
Hasta el derecho a no amarme le concedo.
A ti y a todas
siempre y cuando desfilen generosas y como jugando.

Ya es hora de endulzar la fruta prohibida.
De compartirla tanto como al pan y al vino.

¿Aspirabas a un texto armónico para describir una revolución?

El tiempo es muy escaso sin embargo.

Encubre lo que muestras. Lo que no eres.
(El tiempo es muy escaso).
Desnúdate.

Ya es hora de endulzar la fruta prohibida.
De liberarla.

¿La libertad es revolucionaria?
Ante ti me arrodillo.

Lo digno será amarte mientras siga lloviendo.

Gerardo Bleier

martes, 17 de noviembre de 2009

Dice una canción de Joaquín


Incluso en estos tiempos

veloces como un Cadillac sin frenos,

todos los días tienen un minuto

en que cierro los ojos y disfruto

echándote de menos.


Incluso en estos tiempos

en los que soy feliz de otra manera,

todos los días tienen ese instante

en que me jugaría la primavera

por tenerte delante.


Incluso en estos tiempos

de volver a reír con los amigos,

todos los días tienen ese rato

en el que respirar es un ingrato

deber para conmigo.


Y se iría el dolor mucho más lejos

si no estuvieras dentro de mi alma,

si no te parecieras al fantasma

que vive en los espejos.


Incluso en estos tiempos

triviales como un baile de disfraces,

todos los días tienen unas horas

para gritar al filo de la aurora,

la falta que me haces.


Incluso en estos tiempos

de aprender a vivir sin esperarte,

todos los días tengo recaídas

y aunque quiera olvidar no se me olvida

que no puedo olvidarte.

domingo, 17 de mayo de 2009

Esdrújulo



Se trata cósmicos de ser más fértiles,

de no ser tímidos, de ser más trópicos,

de ir a lo pálido, volverlo térmico,

sentirse prójimo de lo más lúdico,

con verdes lápices trazar el ámbito

de lo que mágico rompe los límites,

buscar lo hidráulico de lo volcánico,

librar la métrica, cambiar de sílabas.


Y con elásticas formas anárquicas

tocar lo afónico que suene homérico,

fundar metáforas, crear la hipótesis

de que lo asmático se vuelva oxígeno.

Situar la brújula al sur paupérrimo,

armar las síncopas contra los déspotas,

cambiar la tónica por una séptima,

tocar en triángulo sones esféricos.


Y a los dogmáticos tan poco orgásmicos,

casi ni eróticos de ser tan púdicos,

a esos acríticos de sesgo andrógino

decirles ”gélidos, no sean retrógrados”.


Y con armónicos cantar bien nítido

contra lo frígido luchando tórridos,

con armas múltiples llamando cálidos

fondos oceánicos de lo más lúbrico.


El ritmo cíclico del vals esdrújulo

es cual la sístole que va a la diástole,

todo cardíaco de andar eufórico,

nada presbítero, más bien sacrílego.


Amando nínfulas que sueña grávidas,

el vals acróbata cruza los vértices

llamando gráciles criaturas prístinas,

seres prolíficos de lo aún inédito.


Y a los arácnidos volverlos líricos

y a sus ejércitos juzgarlos rápido

mediante un árbitro de juicio ecuánime

que encierre en cárceles impunes pérfidos.


Y los políticos de gesto tránsfuga,

los impertérritos, los siempre cómplices

caerán patéticos en lo espasmódico

cuando lo enérgico les corte el tránsito.


Con lo poético del vals arrítmico,

que está en lo crítico de sus propósitos,

no pueden síncopes ni golpes fúnebres,

ni es por patíbulos que quede acéfalo.


Ni es por trifásicas que olvide históricas

luchas titánicas por lo inalámbrico,

por lo que ubérrimo se alza eufórico

y anuncia próximos cambios históricos.


Cuando el pobrísimo tome las cúpulas

y los famélicos tomen las Áfricas

y los indígenas tierra amazónica

y los mecánicos tomen las fábricas

y los utópicos salgan del prólogo

y los daltónicos pinten lo nítido

y los chuequísimos bailen de júbilo


ya lo terrícola será libérrimo

cual ritmo cíclico de un canto esdrújulo.

jueves, 8 de enero de 2009

Salmo por Gaza

Otras Ana Frank escriben diarios en sus refugios, en Palestina,
temblando bajo las bombas.

¿Y vosotros seguís teniendo la impudicia de hablar de holocausto, de Shoa...?

Habéis aprendido de vuestro perseguidor, Hitler, todas las maneras, todas las tácticas,
y estáis blasfemando contra toda la humanidad,
desde bocas de fósforo,
desde obscenas bombas racimo,
desde pechos de madre y ojos de niños cribados de esquirlas fulminantes,
¿y todo para qué?
¿para que tengáis el negocio de la guerra, y usufructuéis del latrocinio.
Robáis la tierra, el agua, la vida, la decencia.

¿No dice vuestro decálogo "No matarás", no dice "No robarás"??
¿A quién finalmente obedecéis?

¿Hacéis banquetes de sangre en honor de los pingues negocios del criminal Olmert,
queriendo retirarse antes de su fecha de cese, limpiando con su cola el desastre del Líbano? Olmert, que se va pronto, que ya en febrero no es más el primer ministro,
que antes ya ha debido renunciar por escándalos de corrupción,
y sólo es el "ministro interino"?
¿Ese es vuestro líder, a quien apoyáis en ésta masacre maldita?
Vuestro líder fracasado, repudiado por su propia hija Dana,
él, vuestra nefasta cara cínica,
¿Por qué no se dedica a bombardear su próstata cancerosa?

¿Qué hay de Ariel Sharon, ni muerto ni vivo, suspendido... (suspendido por Dios)?

¿Qué hay del silencio del Obama, que asume ahora el 20 de enero?
¿Quizás no queríais comprometerlo
y entonces
lleváis luto y tinieblas a la pequeña Gaza antes de que asuma el Negro...?
sí, el Negro, hijo de musulmán de Kenya,
la promesa del cambio en Occidente?
¿Tal vez ésto es parte de la campaña electoral israelí?
¿Con cuánto se queda Israel de la ayuda humanitaria de la ONU,
que debe pasar primero por sus territorios, y pagar peajes, para luego no llegar nunca,
detenidos los camiones en vuestros puestos de retén?

¡Que caigan sobre vuestras almas y conciencias todas vuestras palabras!
Que en la casa de cada palestino agredido, humillado, robado, oprimido,
ardan las maldiciones
las que vosotros mismos echásteis al haceros el ícono de los perseguidos,
de los humillados y ofendidos del mundo con vuestro famoso holocausto,
del que solo habéis tomado coartada para el odio, para la destrucción y el homicidio
sobre un pueblo indefenso, desarmado, desamparado.

¡Que el cielo os haga tragar cada minuto de las tragedias que estáis causando.
Que el alma de cada deudo, de cada hogar decapitado,
y el cuerpo acribillado de cada niño
clamen frente a la piedad
por el aniquilamiento de vuestra soberbia etnocentrista!
Dios lo quiera así.
Amén.

domingo, 28 de diciembre de 2008

Libiamo

Anna Netrebko y Rolando Villazón, en éste clásico de La Traviata, con otro modus.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Encuentro y desencuentro

El viernes me iba para afuera cuando llamó Onetti. Me quedé, seguro. Terminó el whisky, tres cuartos de la botella de caña, y no hizo la traducción que pretextó su visita. Dejó o hizo que – separados por el mueble de la radio – pasáramos dos o tres horas difíciles, como antes, agotando cada tema en dos frases, sufriéndonos, burlones, incómodos. Hablamos, como casualmente, incluso de nuestro amor. Él me pregunta a mi por qué si le gusta tanto estar conmigo, tanto hacer el amor conmigo, me desea tanto, le gusta verme, cómo me peino, me visto, en la playa, entre la gente, desnuda, deja pasar siglos. Mis explicaciones: se olvida después de cada vez, se acuerda cuando se le acaba alguna aventura, descartadas por absurdas, inexactas. Se acuerda, lo desea. Estos días queriendo llamarme pero no queriendo llamar y que no estuviera.

Anoche terminé la novela y pensé: tengo que ver a Idea. Una de sus razones: el temor de una fijación en mi y dejar caer a Dolly, cosa que no quiere; pero ésta no sirve para antes de Dolly; otra, el que, a pesar del amor y la felicidad yo necesite lo otro: algún tipo descomunal de esos que él cree se mueren por mi por docenas; y que lo busque. Seguro es absurdo que yo me preocupe por sus mujeres... Le recuerdo que la razón fue durante años que él no creía en mi amor, que llegó a buscarle una premeditación para la historia de la literatura.

Pero, no te das cuenta que era por humildad, porque yo no podía creer que pudiendo tú elegir entre tantos, etc., etc. Pero estoy mezclando el difícil diálogo, radio mediante, con el otro apasionado amoroso serio de la cama, entre amor y amor, o mejor, entre amor , porque no hubo intervalos. Nunca fue así, nunca estuvo tan enamorado, me deseó tanto, se dejó hacer tanto, me lo hizo todo tan bien, tantas veces. No hay nadie como él.

Cuatro. Toda la noche, todo el tiempo queriéndonos, felices. Y hablamos, habló. Ese tema volvió, no cesó nunca. – Tú ves, me dice, lo que me cuesta entregarme contigo; bueno, me cuesta con las otras mujeres. Y con algunas me acuesto para conseguir su compañía, que es lo que me interesa; con otras solo quiero acostarme y tengo que aguantar su compañía por delicadeza. Y contigo me gusta todo, no deseo a nadie así, no estoy tan cómodo con nadie. Por qué no te busco más. Podrían sobrarme amigos, gente que me guste, pero no. Flores que se acabó; Maggi, ya no. Hay todas las razones para que te busque. En mi cama hasta las dos de la mañana. Después se fue a dormir adelante, pero conmigo. Yo me caía de sueño, estaba agotada y despejada a la vez. Él me seguía hablando. Me dejó venir, creo, a las cuatro, pero quería que me quedara. Quedó despierto. Qué quiere. Cuánto le importa. Odio haberlo dejado solo y odio haber tenido que irme - ¿acaso no pude forzar las cosas y quedarme? – a Las Toscas a buscar ésta estúpida cosa. Pero hubiera sido negar ese día radiante a Numen y Ema, que no han tenido otros. Él – no lo supe desde el comienzo – quería pasar tres días aquí, y atribuyó a esa seguridad buena parte de la dicha de esa noche. Cuando iba por la carretera sentía lo de Palomita blanca: mi paso va adelante y atrás mi corazón. Y, cuando llegué, al desnudarme, me vi el cuerpo y supe que ni mi cuerpo ni mi corazón querían aire libre, sol, etc., que mi cuerpo era un objeto amoroso cuyo lugar estaba en sus brazos. Queda impostado pero eso sentí. Y el domingo me desperté pensando tengo que irme temprano, tengo que llegar temprano. Y apuré todo para que fuera así. Llegué a las 9, lo llamé. Y ya no estaba.

(Idea Vilariño, Diarios, Febrero 14 de 1959.)